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Carlos Galván el pintor de espacios inhabitables.
Contemplando su obra, no es difícil concluir que el pintor se mueve entre lo local y lo global, pendiente también de la cultura artística de las vanguardias, de las metrópolis modernas; lugares ajenos, cosmopolitas, quizás soñados para que cada espectador pueda añadir significados propios, insinuados o celosamente guardados por el autor.
Las fantasías arquitectónicas y urbanísticas consuelan, son ordenadas y uniformes, siempre iguales así mismas para garantizar la felicidad eterna. Y así no son las ciudades de Galván, porque son ciudades y no lo son, a la vez y, además, y prioritariamente, son pinturas no habitables, sino que se habitan, en todo caso, desde fuera, desde el exterior, en el exterior, errando, a pesar de su aparente orden. Es decir, no contienen promesa alguna sobre el habitar, tal vez solo sobre el mirar y moverse como cualidades nómadas del ser humano, quien en sus erráticos viajes siempre posee un mapa invisible a los demás.
Lienzos que contienen ciudades silenciosas, mudas, destinadas a atrapar el pensamiento en sus espacios, que siempre son exteriores, por que cada una de esas pinturas carece de interior, no muestran lo privado, sólo disponen los espacios y las circulaciones entre ellas, las sombras y las luces. No cuentan una historia, no dejan averiguar, ni interpretar, sino que a ese hipotético visitante o espectador de esa verosímil ciudad se le condena a estar siempre en el exterior, fuera, para percibir el lugar y sus resonancias, sus ecos.
Y, con todo, la riqueza y versatilidad de su obra, de pintor, de dibujante extraordinario, de arquitecto de lo imaginario, de relator de pasiones y sueños, no se agota en estas pocas palabras que quieren celebrar por encima de todo como Galván nos sigue sorprendiendo con la creación de un lenguaje propio, el suyo, que va dejando huella descriptiva de aquello que despierta su sentimiento pictórico. |
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